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Capítulo I Parte II. Pubertad y adolescencia (ALFA y omega)
…de mí, ¿ qué puedo decir de mí? …que era poca cosa, menudo, frágil, caprichoso…
quizás por eso dentro del seno familiar era un niño ultramimado, consentido y
sobreprotegido por mis dos hermanas mayores y mis autoritarios, católicos y
tradicionales padres.
Tan sumamente vergonzoso que jamás había sido capaz de mostrarme en ropa interior
ante nadie. Mi pudor era exacerbado, no podía siquiera de hacer pipí en un bar, cine o
sitio público por el temor a ser sorprendido por accidente (no me salía), mi peor
pesadilla en aquella época era estar con la familia lejos del domicilio sin otra opción
que, debido a alguna imperiosa “urgencia” fisiológica, tener que utilizar un Wc sin
pestillo en un lugar público… vencer esa barrera jamás lo conseguí… no lo hice
nunca… solo podía aliviarme en mi propia casa… entonces…
¿Cómo podía pasarme esto a mí?, ¿Cómo podía sucederme constantemente lo que
estaba en las antípodas de lo que deseaba?, ¿por qué yo, que en casa lo era todo y fuera
la mascota marrana del colegio? Eso me preguntaba indignado cada mañana antes de
partir para la escuela, me iba muy temprano para evitar ser visto y “cazado” por
alguien… si había suerte, esquivaría al menos la humillación de primera hora.
Conocido rápidamente por la totalidad de los alumnos de mi nuevo colegio por mi
servidumbre y sometimiento por parte de los machos alfa, recuerdo perfectamente que
las niñas se limitaban a mirar con atención mi “doma”, a ser meras espectadoras cuando
me practicaban “la tenaza”, mientras mis dueños se turnaban para exprimir mi pequeño
miembro a mano llena apretándolo con todas sus fuerza dentro de su puño… intentando
abarcar al mismo tiempo el pitito y los esquivos huevitos que temerosos ante el
inminente ataque, se retraían en un acto reflejo de supervivencia, pero…
…toda vez que notaban mis genitales al completo dentro de su mano y alcanzado el
objetivo íntegramente, la presión era insoportable, una vez “bien agarrados” abrían y
cerraban la mano muy rápidamente y con todas sus fuerzas tres o cuatro veces
apresando y aplastando mi sexo dentro de su puño (a esta actividad la llamaban “la
tortilla”), la sensación era de desesperación, de ahogo total… de que me los arrancaban
en un dolor inenarrable… apretaban-soltaban, apretaban-soltaban frenéticamente al
“diminuto” y a sus dos redondos acompañantes sin misericordia… pero yo no gritaba, a
pesar del punzante y agudo sufrimiento, solo emitía sonidos sordos y apagados,
guturales “…hmmmmm, hmmm, HMMMM…!!!” para no atraer a un mayor número
espectadores despistados o féminas curiosas.
Sabía que mas me valía no quejarme, a mi patente y contrastada cobardía se sumaba el
no querer parecer más débil y ridículo ante las chicas que se congregaban alrededor…
era buen conocedor de que al final iba a ser lo mismo y el castigo iba a durar más si me
resistía, incomprensiblemente, mi único propósito a pesar de la interminable tortura y
humillación era no enfadar a los verdaderos machos mas de lo oportuno porque sería
aún mas contraproducente para mí (tampoco estaba “en posición” de hacerlo, en pelotas
con la “colillita” al fresco).
…ante compañeras yo me debatía por zafarme con mas ánimo y ahínco (para intentar
dejar clara mi oposición y valentía), pero teniendo buen cuidado de no cabrear a los
alfa más de lo aconsejable… ya que las represalias podían serme aplicadas de forma
sumaria en ese mismo instante para satisfacción de la concurrencia.
La “tenaza” se me practicaba exclusivamente a mí (ni siquiera a los beta) por el
reducido tamaño de mi penecito aparte de no tener un solo pelo en el sexo, con un
penecito de piel muy clara, blanco, no tenía vello púbico ninguno, ni una pelusa, era
mucho más inmaduro y tardío en desarrollar que mis compañeros, por eso me
abochornaba y avergonzaba infinitamente más la presencia de niñas en mi sumisión
poniéndome rojo como un tomate. …estando en bolas desde el ombligo un hecho
desencadenaba el siguiente, y éste el siguiente, una broma a otra, se disponía de un
inmejorable acceso para cebarse en el castigo de mi pelado y blanco pitín, terso como el
culito de un bebé,podían regodearse en prender y “cazar” plenamente mis minúsculos y
pelados genitales que cabían sin problema en la mano cerrada de cualquier niño.
La tortilla era una diversión al alcance de todos (…y yo ponía los huevos)…
Podían recrearse en la exposición y humillación de su mascota, pausadamente, sin temor
a escape ni prisas…
Era la “tortilla” ideal.
(
os envío foto actual para que comprobéis las escasas dimensiones de mi micropene… 3
ó 4 cm. dependiendo, también observaréis los huevitos siempre retraídos como os he
narrado … según el día, siempre esta arrugadita, actualmente no tengo erecciones, vivo
en castidad supervisado por Control, gracias a él he dejado de pajearme radicalmente)
Al brincar en cada apretón en mis pelotitas se disparaban los chistes, animados
comentarios, junto con el alborozo general.
Cuando acababa la “tortilla” y abría la mano para dar paso al siguiente, convulsionaba
mas arrítmicamente si cabe, moviéndome de forma chocante y violenta caderas arriba y
abajo para aliviar mis doloridos testiculillos de los fortísimos apretones, puesto que al
tener ambos brazos trabados por mi macho dominante no podía siquiera consolarme
acariciando las doloridas pelotitas antes de que le tocara al siguiente.
Me arqueaba hacia arriba por el dolor consiguiendo únicamente dejar mas expuesto y
visible mi calvo aparatito (que tras la primera “tortilla” ya no era blanco como el del
recién nacido, sino bien rojo, escociendo y ardiendo)…
El que me aplicaba “la tenaza” regularmente inmovilizándome los brazos y parte
superior del cuerpo solía ser siempre el mismo alfa, de gran potencia y envergadura a
pesar de sus 13 años, seguro de sí mismo, líder nato, un macho eficaz que se sentaba
sobre mi pecho y me sujetaba con sus piernas mis brazos con pasmosa y aplastante
facilidad, era una roca inamovible, aguantándome en esa posición hasta el final.
Ya indefenso, lo de bajarme los pantalones y slip de golpe por parte de los otros
compañeros era una tarea muy sencilla, ni siquiera abrían cremallera o desabrochaban
botones, ni quitaban correa, yo era muy delgado y por experiencia sabían que tirando
fuertemente hacia abajo sin miramientos salía todo y era mas divertido, los slips y
pantalones quedaban en los tobillos con un único y contundente movimiento, saltando
mi diminuto pitín como un resorte, era el primer acto del humorístico espectáculo.
Este macho alfa, sentado sobre mi pecho, cara a mí, tenía un inmejorable y “práctico”
acceso a mis descubiertos genitales ejecutando “la tortilla” cómodamente sin necesidad
de cambiar siquiera de postura, con solo echar el brazo atrás ya los tenía prendidos sin
interferencia ni obstáculo alguno, se bastaba él solo. Se le respetaba. Hasta que él no
acababa de vapulear generosamente mis huevos no pasaba el siguiente.
Hacía gala de una gran autoridad, un control absoluto de la situación… y por supuesto
de mí.
No era extraño, ya que los auténticos machos no se cortaran un pelo a la hora de
someterme en el patio de recreo y en las zonas comunes… el cuándo y el dónde era
imprevisible… e irrelevante (para ellos, a mí sí me afectaba y cuántos y quiénes
pudieran componer la concurrencia del día)
A veces algún beta asistente de los más cortados y apocados, se animaba a participar en
un repentino impulso de gallardía, y entre “tortilla” y “tortilla” aprovechaba para
descerrajar un súbito pero devastador “picahuevos” que conseguía fulminantemente su
propósito, retornando a su pasivo lugar de espectador inmediatamente (la práctica del
“picahuevos” consistía en juntar los dedos de una mano formando un cono, y golpear
con la mayor fuerza posible las bolas del incauto de turno, intentando engancharle las
pelotas de pleno y con la mayor fuerza posible cuando estaba distraído… si se alcanzaba
de lleno el objetivo se gritaba muy fuertemente “…picahuevos!!” reclamando la
atención e hilaridad de quien estuviera cerca para que mirara, a fin de que se sumara a la
broma y se carcajeara de las dolorosas contorsiones e imprecaciones del receptor…)
…en realidad el “picahuevos” era una costumbre generalizada de uso frecuente incluso
dentro del aula, cuando se volvía el profesor hacia la pizarra… ahí no podías ni quejarte
si el puñetazo alcanzaba los cojones de lleno para que no te echaran del clase y te
impusieran una falta de disciplina… Para mí era una suerte, por un lado no era
únicamente yo el sufridor (al menos los picahuevos se repartían), por otro lado al estar
delante el profesor, ya fuera cura o maestro seglar, mis dominantes no podían levantarse
de su silla.
…pero en general, en el cambio de clases, en el resto de las demás dependencias y
patios del colegio sin supervisión directa de adultos, y a cualquier hora, el principal
objetivo del “picahuevos” era yo que los tenía siempre “expuestos” sin remisión…
estando habitualmente descubiertas e indefensas mis pequeñas albondiguillas por “la
tenaza”, era difícil fallar alcanzando sin “interferencias” su objetivo, si era un beta el
que lo propinaba lo hacía con mucha mas virulencia (supongo que para disimular su
condición beta y confraternizar con los alfa) el salvaje impacto machacaba mis huevos
que convulsionaban moviéndose sin sentido de un lado a otro, llegándo una súbita
contracción, un calambre integral, una punzada de profundo dolor que me taladraba
hasta el alma, derrumbando la última muralla física y moral de resistencia que aún me
quedara… entregándome definitivamente, dejándome hacer… asumiendo
indefectiblemente mi condición sumisa, mansa y dócil de “mascota domesticada”.
Mis “guisantitos” habían dictado la sentencia de rendición incondicional ante un beta.
El picahuevos era una técnica de normal práctica entre los machos alfa sobre los
marginales y “desfavorecidos” ya que sabían que no se atreverían a devolvérselo y
resultaba bastante gracioso, aunque he de reflejar que a los demás beta no los
inmovilizaban ni los despojaban de la mitad de sus prendas como a mí, teniendo mas
capacidad de respuesta para moverse, taparse sus genitales, correr…
…podían defender la integridad de sus bolas de “tortillas” y “picahuevos” con mas
energía y eficacia que yo, eludiendo la mayoría de las veces el castigo parcial o
completamente (ese no era mi caso, yo estaba por debajo de los beta, era un omega).
En realidad mi condición de omega la desconocía en ese momento al ser un niño, pero
visto ahora con perspectiva histórica y adulta, es obvio que ya nací omega como
constataré con hechos concretos de mi vida más adelante (…y yo que me creía alfa
cuando llegué!! Era inepto hasta para eso!.)
Yo era un paradigma neto de perfil omega:
- Aniñado e inmaduro, sin vello púbico en los genitales, siendo el color de mi sexo muy
blanco y suave con diminutos testiculitos sonrosados sin desarrollar.
- Obediente y sometido siempre a alfas y betas, cobarde, pusilánime, sin carácter, dócil
y temiendo siempre molestar para no ser castigado o corregido.
Ante cualquiera de ellos era obviamente inferior sintiéndome indefenso y minúsculo,
intentando solo agradar hablando en tono bajo para no enfadar a nadie, inquieto por si
mi mera presencia podía incomodarles. Era un omega puro, el último escalón en la
escala evolutiva de la escuela y en relación con mis compañeros en general, no había
nadie por debajo de mí y era consciente de ello. Todos tenían poder, derechos y
autoridad sobre mí, eran mis dueños y señores. El control era absoluto.
Arquetipo omega puro.
- Niño enmadrado, mimado, malcriado, caprichoso, sin iniciativas… en definitiva, “el
rey de la casa” y el “esclavo del colegio”. Ya había concluido por mi mismo que no era
el más importante ni el único en el mundo, los alfa me habían ubicado en mi lugar (que
era el contrario al que suponía), y los beta disponían de un juguete de ocasión con el que
desquitarse oportunamente, básicamente para no ser ellos mismos el centro de atención
y la diana de mofas, chanzas y chistes de los alfa, que recaían sobre mí. A los bajitos,
gafotas, gorditos, acomplejados, se les ofrecía la ocasión de sumarse a la “fiesta” y
codearse con los alfa como iguales a mi costa (aunque nada mas lejos de la realidad).
- Para las niñas era un ser transparente e invisible, implorando siempre que me
dedicaran un segundo de su tiempo, era sensible, tierno y enamoradizo, pero no me
miraban siquiera… a veces tropezaban conmigo porque ni me habían visto y eran ellas
las ofendidas poniéndome mala cara, ni me dirigían la palabra, ni me saludaban, era un
ínfimo ser que no existía para ellas, como un insecto.
Únicamente posaban sus ojos en mí cuando los alfa me “domesticaban” y humillaban
cuanto más intensamente mejor, ciertamente lo que admiraban entusiasmadas era la
brutal ostentación de dominio y poder que ejercían en público… conforme se me iban
poniendo rojos e hinchando los huevitos y arrugando la colillita por los sucesivos y
ágiles “apretones”, ellas más los observaban encandiladas, embobadas, embelesadas…
soñaban con que un macho de verdad así les concediera una cita… imaginando
secretamente cómo sería su primer beso de amor…
En ese momento lo ignoraba pero empezaba a aflorar a la superficie algo que siempre
había estado latente, mi “yo” obediente, dócil, manso... diseñándose definitivamente mi
carácter y personalidad domesticable y servil que requería constantemente de un
referente dominante que ordenara mi vida y dispusiera integralmente de todos los
aspectos de mi existencia (hasta cómo y cuando eyaculo).
(Fin de la segunda parte - Continuará)
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